“En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. En una calle
que siempre levantaba asustada, gris y en polvareda, la luz y el
aderezo provenían de un niño que todas las mañanas nos recordaba
el orgullo permanente que merece nuestra literatura. Alfonsito nos
descubrió y nos entusiasmó con las andanzas de Alonso Quijano
gracias a aquella misión pedagógica que visitó el pueblo y por el
carácter altruista que promovían desde la cultura. En los
registros de mi memoria era el único recuerdo agradable de aquel
aterrador momento, aquel niño que transformó la realidad más negra
en un sueño bucólico. Los acontecimientos más dramáticos de mi
vida sucedieron a su lado, sólo él suavizaba las tensiones con una
voluntad quijotesca y con su dadivosa ternura.
Un día, estando en la esquina de la plaza del pueblo junto a Alfonsito,
se acercó Bartolomé, el típico mozo repelente y petulante que
hacía de las habladurías de sus mayores dogmas de fe, arrojándolas
con vilipendio sobre la presa más débil. Hacía dos días que no
veía a mi madre, me cuidaba mi tía, que me comunicó que mamá se
había marchado a Madrid urgentemente a cuidar a una de sus tías que
estaba muy enferma. Bartolomé, con sus aires de grandeza y sabiduría
absoluta, se acercó a mí e inquirió:
-¿Ha
venido ya tu madre, Pablo? Le ha gustado el sabor a mierda. A ver
si aprende a ser decente.En esos momentos mi cuerpo trémulo se abalanzó sobre Bartolomé. Lo tiré al suelo. Cuando estaba amarrado y sujeto entre mis piernas, el grito de mi madre emergió del callejón adyacente a la plaza. Me cogió y levantó, me arrastró de un brazo y me llevó hacia casa, azotándome el trasero con la fuerza que produce la explosión acumulada de rabia. Alfonsito, en su mundo mágico, nos acompañó en todo momento. Ya en el salón y algo más calmada, mi madre se encorvó hacia mí, cogió mis brazos y los presionó, alineándolos sobre mi cuerpo. Cuántas madres del mundo han inculcado valores a sus hijos de esa manera.
No es la primera vez que me arengaba de esa manera, con su voz firme y ojos estoicos, pero lo cierto es que en ese momento sólo podía fijarme en su cabeza. Era la primera vez que veía a una mujer sin pelo, y era mi madre. De repente, Alfonsito se acercó a nosotros y nos interrumpió. Como quien descubre una reliquia, nos relató con viveza aquella frase del Quijote que tanto ansiaba recordar: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Nos sacó una sonrisa.
Otro
de los momentos terribles de mi niñez empezó con el soniquete
descoordinado de las campanas y las sirenas del campanario.
Cumpliendo órdenes huimos hacia el campo nada más escuchar el
tintineo que anunciaba al acontecimiento más negro del pueblo. Caída
la noche, el miedo y la insignificancia de las personas ante la
barbarie, ante el sonido ensordecedor de los aviones y obuses junto a
las llamaradas imponentes. Construimos un fortín, protegiéndonos,
juntando los cuerpos unos con otros. Un hombre longevo rompió la
formación y se adelantó. Hincó sus rodillas sobre la tierra
embarrada.
- El
pueblo está ardiendo – exclamó con una voz derrotada mientras
apretaba fuerte dos puñados de arena.
A la
noche siguiente el anciano murió. Hay algo que a los hombres les
duele más que su nación, es su pueblo.
Fueron
ocho días en el campo. Malvivíamos, intentábamos sobrevivir
ayudándonos los unos a los otros. Los pocos hombres que había
paseaban, meditaban; algunas mujeres musitaban sobre Dios, otras
apostaban por el silencio absoluto recogidas en el cuello de su
camisa. Nosotros jugábamos. Alfonsito estaba allí, con Rocinante y
su lanza como elementos de supervivencia. Recuerdo especialmente la
conversación que tuvo con un hombre cuya cara parecía un hollín.
Para algunos era un emisario de Dios y para otros un chalado.
Decía que cuando un grupo de enajenados por el fanatismo e
intolerancia de la situación quemaron los santos en el centro de la
plaza, la virgen, que fue la última en arrojarse, se
elevó a los cielos, salvándose de la hoguera. A Alfonsito
esa historia le impresionó por su componente mágico e inexplicable,
también a su hermana, Margarita, y a mi, que en esos momentos de
supervivencia buscábamos una anécdota que nos alejase de la
angustiosa incertidumbre. Alfonsito tras escuchar la historia del
milagro mariano exclamó una nueva cita de aquel libro que había
querido vivir en la realidad:
- "Apártate
de mí, cara sucia" – exclamó delante del hombre.
Sorprendió su fina injuria y me volvió hacer reír.
Alfonsito falleció
muy joven. Cuando visito a Margarita, en el mueble de la entrada una
foto suya sigue transmitiendo ese entusiasmo por la vida. Su rostro
mugriento salvado por esa sonrisa picarona de la niñez, sus ojos,
como gemas azuladas, escapaban a la realidad fotográfica. Su pose
hercúlea mitigaba la vulnerabilidad de su cuerpo, como se presentaba
a su idolatrado caballero andante en los libros ilustrados. Junto a
él, aquel palo de madera: rocinante, y su estaca de metal: su lanza.
El retrato es la mejor vestidura del pasado.
Margarita y yo
siempre intentamos charlar sobre nuestra próspera vejez y dejar en
un chascarrillo nuestra infancia robada. Nuestra memoria alberga
infinidad de sentimientos encontrados, y es justo que, como Alfonsito
lo hacía, nos regocijemos siempre en la felicidad. Aún así, si hay
algo cierto es que nuestra vida es narración literaria y nuestra
memoria emociones.