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jueves, 30 de diciembre de 2010

miércoles, 15 de diciembre de 2010

QUIZÁS SEAS TÚ...

El chirimiri que motivaba a la reflexión dejo paso a un enfurecimiento del aguacero al abrigo de la tormenta. Ella aceleró el paso, por un acto natural más que racional, pues su pensamiento hacía al diluvio del momento una nimiedad. Empapada pero sin sofocamiento. Parecía no sentir la humedad de su cabello ni de su piel. Ni siquiera el sonido a zapatilla mojada ni los instintivos escalofríos la exhortaban hacia el calentamiento de su cuerpo. Llego a su casa. Al entrar en su habitación, su rostro reflejo la perplejidad de su mirada. Los grandes ventanales abiertos con agresividad desgarraron los visillos; los cuadros colgados en las paredes habían perdido su ángulo recto, otros se había caído al suelo. El agua del vaso situado en la mesa de estudios se había derramado sobre su cuaderno de notas; las estanterías habían arrojado al suelo todo lo que depositaban. El asombro duró segundos, y su dejadez por controlar su caótica habitación resultaba aún más incomprensible que su indiferencia a la lluvia. Su ímpetu se dirigía hacia el fondo de su armario. Tras revolver su ropa con violencia sacó una cajita dorada con decoración arabesca en sus rebordes. Se echó mano al bolsillo de su abrigo y saco una llave manchada de arenisca. Tras limpiarla con sus finos y húmedos dedos, abrió lo que parecía ser su tesoro desconocido más valioso. Todos en la vida debemos encontrar nuestros tesoros más escondidos. Arrojó a la cama, que parecía haber salido airosa de la debacle, todas las hojas y objetos que custodiaba esa cajita.

Por azar, primero cogió unas alianzas con la fecha de boda de sus padres. Ese sello que atestigua el triunfo de dos vidas consagradas al respeto, a la confianza y al tiempo; ese sello que inmortaliza  la vida de cualquier hijo al  cariño alegre, sufrido e imperecedero del amor de unos padres en su unión o desunión.

El segundo artefacto que agarró fue una medalla religiosa. Recordó que era de su abuela, la cual le entregó unos días antes de su fallecimiento. Al mismo instante de sentir la medalla entre sus manos frías y arrugadas por el agua, escuchó aquella frase que le decía su abuela literalmente y que había alcanzado esa noche el mayor grado de percepción: “aprende a vivir la vida, que la vida es muy bonita si se sabe vivir bien”. La emoción palpitaba en ella con cada recuerdo.

Tras la medalla, cogió una foto en donde salía con una posé ridícula, e incluso grosera, junto sus dos únicas y mejores amigas. En la vida los que mejor saben valorar la amistad son aquellos que la depositan en pocos corazones. La  carcajada fue muy escandalosa, no se reconocía. Bajo la madurez, observando aquella foto de su adolescencia, llegó a la reflexión que en esas edades de desenfreno aprendió a ser diferente, a ser como ella misma sentía y anhelaba. Un lema al que había confirmado su vida.

Lo siguiente que escogió fue un libro que carecía de portada, no podía averiguar el título pero por unos fragmentos elegidos al albedrío parecía ser de pensamiento. Sorprendentemente, como si el firmante supiese años más tarde que se iban a desprender del libro sus primeras páginas, la dedicatoria se encontraba en la contraportada. Se leía claramente lo siguiente: Al final de cada libro serás más libre. Aquel profesor que te descubrió… Ella recordaba con intensidad todas las nociones que le transmitió aquel profesor que supo reconocer su valía; aquel profesor, que como otros muchos, se preocupaban por formar personas en conocimientos y emociones.

Dejo para el final aquello que más le extraño. Fue algo que le supuso cierto desconcierto, tras unos minutos descifró que aquel enigma tenía un enorme valor. Era un folio donde se plasmaba la silueta de dos labios y, en el medio, el calco de dos dedos superpuestos pertenecientes a distintas manos en donde uno agarraba al otro. En la parte trasera de la hoja, en una esquina y en diagonal, se podía leer: en nuestro primer beso, en mi mano en tu mano, allí encontramos lo eterno de nuestro amor” Los ojos de ella se acaudalaron, aquella caja con motivos arabescos fue el último regalo de aquel primer amor. Quizás como el primer amor no haya ninguno, por su descubrimiento y su inocencia, pero sobretodo, porque aún no se percibe que la eternidad es posiblemente una de las utopías más inalcanzables que el ser humano se empeña en conquistar.

Ahora comprendí su inmunidad hacia la lluvia. Tan solo cinco cosas: las alianzas de sus padres, la medalla de su abuela, su foto de adolescente, el libro que le regaló un profesor y el jeroglífico de su primer amor, sirvieron para emanar del recuerdo el calor de la nostalgia, esa nostalgia protectora  a la que al asomarnos hace que la vida en su pasado, presente y futuro merezca la pena.

Tras el ensimismamiento y con el recuerdo más vivo que nunca volvió a meter todo en la caja. Esta vez no la cerró, la dejó abierta para siempre. Con apremio, se dispuso a salir de nuevo a la calle y dejar la llave en el mismo lugar donde la encontró. La lluvia le seguía pareciendo una minucia aunque esta vez cogió un paraguas. Enterró la llave.
Las casualidades del destino hizo que  unos meses después transitara por la misma zona y bajo el mismo vendaval tormentoso. Ahora sus prisas respondían a un acto de racionalidad. Pero algo la detuvo, el lugar de la llave había sido excavado sin intencionalidad alguna, tal y como ella lo hizo en su momento. Una sonrisa de afirmación en su rostro, pues otra persona estaría ahora mismo teniendo un cálido encuentro con su nostalgia, ¿quizás seas tú?.....